Quien no llora en ‘La bohème’ no tiene corazón

Tiene escrito Jaime Gil de Biedma que la juventud termina cuando descubrimos que la vida va en serio. O cuando va en serio la muerte. No se refiere explícitamente al tremendismo de 'La bohème', pero el poema en cuestión bien podría aludir al desasosiego que la agonía de Mimí provoca entre los artistas de una buhardilla que ella misma frecuenta sabiéndose marchita.

La florista convierte en vulnerable a la cuadrilla de los jóvenes parisinos. Deshace en sus estertores la expectativa de la vida eterna o de la eterna juventud. Más que confortarla en su velatorio, Marcello, Schaunard, Musetta y Colline se percatan de su propia congoja existencial.

Ha vuelto 'La bohème' al Teatro Real con la extraña reputación de título navideño. Acaso por la nieve y el invierno. O porque nos convierten en mejores humanos las lágrimas que vertimos en conmiseración con la difunta. Puccini apela a nuestras emociones, hace trampas sublimes con las vísceras del espectador. Nos sacude. Y nos conduce por un camino de premoniciones hasta destriparnos con la escena final, no digamos cuando interviene la última plegaria: "Sono andati? Fingevo di dormire…" (“¿Se han marchado? Fingía que dormía”).

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Esta es una ópera de sentarse con anteojos y pañuelo. Una ópera muy de llorar. Un servidor lo hizo, por ejemplo, en el dúo del tercer acto, en la escena de la agonía del cuarto y en el 'réquiem' final de la orquesta, a las órdenes del maestro Luisotti. Suya fue una versión de la ópera muy delicada, enormemente emotiva, descaradamente teatral, provista de un conmovedor espesor cromático.

Y mucho más interesante de cuanto se demuestra la decepcionante propuesta escénica de Richard Jones. No solo precaria de ideas y de dramaturgia, sino desangelada, demasiado vulgar hay más sal gorda que nieve y pobretona.

Pobretona no quiere decir que sea una producción barata, sino que lo parece. Tiene el aspecto de un montaje itinerante y desmontable, entre el colegio mayor y una revista de provincias. Es premeditada y hasta interesante la idea de desnudar el teatro, de enseñarnos la tramoya en el correlato de un espacio inhóspito, pero 'La bohème' de Jones nunca adquiere el vuelo emocional de la ópera de Puccini. El costumbrismo y la procacidad del segundo acto en el café Momus la deslucen tanto como sucede con la desconexión dramatúrgica del tercero. Se diría que los cantantes están en un escenario ajeno. Desenfocados. Desubicados. Habitan en otra ópera.

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La propia reconstrucción de la buhardilla más parece el campanario de una iglesia amish o el muestrario de una tienda de Leroy Merlin. Un espacio de propósito claustrofóbico y de convencionalismo teatral donde los cantantes se desenvuelven hacinados, con torpeza. Cuesta trabajo identificarse dramatúrgicamente con los personajes. Y no por falta de recursos canoros y musicales. Empezando por Michael Fabiano, cuya afinidad al Teatro Real en tantos papeles le permite concebir un Rodolfo de empaque y valentía. Muy refinado en los pasajes íntimos, esmerado en el fraseo, elegante en la línea de canto, conmovedor en el 'pianissimo'. Y muy propicio a la lealtad que merece la devoción al papel de Mimí. Hablamos pues de Ermonela Jaho. Y preguntémonos si debe emocionarse un artista. ¿O hacerlo puede convertirse en un camino de perdición? Se hace uno estas reflexiones después de haber asistido a la revelación de la soprano como protagonista del dramón pucciniano. Y no hablo de revelación en el sentido de sorpresa, que ya la conocemos, sino en la mejor acepción del misterio. Una aparición.

Daban ganas de personarse en el escenario para levantar acta del cadáver de Ermonela Jaho una vez inmolada. Testificar a su favor en presencia de la autoridad judicial, tentaciones todas ellas innecesarias cuando la cantante aparecía resurrecta entre clamores. Todavía bajo los efectos del drama interiorizado, pero felizmente viva. Y abrumada por esas ovaciones y clamores compensatorios con que el público se libera en la catarsis pucciniana. Una ópera que necesita escucharse con un pañuelo.

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¿Se emocionaba Ermonela Jaho? Creo que sí. La hipótesis contraria no desluce la competencia profesional, el oficio —todo lo contrario—, pero cuesta trabajo aceptarla. Porque su pasión y muerte se perciben desde la platea como un fenómeno que le está afectando y concerniendo. No hasta el punto de desequilibrar la actuación en una suerte de terremoto sentimental, pero sí hasta el extremo de liberarse de cualquier artificio. Ni siquiera percibimos que está cantando. Prevalece la naturalidad, la sensibilidad. Sobrepasa Ermonela la discusión de la idoneidad vocal. Porque se impone la artista. Ella es Mimí antes que una soprano lírica o dramática. Se implica la cantante albanesa consciente de que no puede desbordarse, pero también sabedora de que no puede distanciarse de la tragedia a semejanza de un cíborg.

Y es probable que Alfredo Kraus, de estar vivo, acudiera al camerino a rectificarla. Le diría: "Mire usted, si el artista quiere emocionar, no puede emocionarse". Quizá sirva el consejo para los papeles belcantistas de gran presupuesto técnico. O para los colegas asépticos que logran abstraerse del sentimentalismo. Decía el maestro canario que el cantante debe cantar con los intereses sin tocar el capital, pero no me parece que Puccini sea un compositor idóneo a la especulación financiera. Y sí me parece que Ermonela Jaho encuentra una suerte de camino intermedio entre el control y el descontrol, entre la mesura y la entrega, entre la cicatería y el derroche. Ha sido conmovedor escucharla. Ha sido sobrecogedor implicarse en el oleaje de emociones y de texturas que el maestro Luisotti ha sabido concebir en las corrientes del foso. Porque escucha a Puccini y porque escucha a los cantantes. Deben agradecérselo Lucas Meachem, Ruth Iniesta, Joan-Martin Royo y Krzysztof Baczyk, todos ellos competentes y aplaudidos, pero tiene sentido detenerse en los méritos de Fabiano porque los tenores son especies protegidas y porque el cantante italoamericano es un Rodolfo modélico, en la musicalidad, en la valentía. Y en la sacudida de su último desgarro, como si Mimí se hubiera muerto de verdad. Y como si 'La bohème' fuera la crónica sombría de la inocencia perdida.

Fuente: El Confidencial